Segunda parte de la ponencia de Alberto Manguel “Alicia y los sueños de la razón”. La primera se puede leer aquí.
Segunda parte. Lógica y locura en el País de las Maravillas.
Alicia no se lee como un cuento infantil. En la Divina
Comedia, Santa Matilda le dice a Dante que la Edad de Oro de la literatura es un
reflejo en la tierra del paraíso perdido. Del mismo modo, puede que el País de
las Maravillas sea el recuerdo de un estado de razón perfecto que, visto desde
las convenciones sociales, parece una locura. Por ese motivo, el País de las
Maravillas no es solo inglés ni victoriano: es universal y atemporal. Solo las
hermanas Liddell y el Rev. Duckworth estuvieron presentes en su creación, pero,
desde ese día, el País de las Maravillas apareció en la literatura como un
Jardín del Edén: un lugar que sabemos que existe, aunque nunca lo pisemos. “No está
en ningún mapa;”, dice Ismael acerca de Rokovoko, la isla natal de Queequeg, “los
lugares verdaderos nunca lo están”.
El País de las Maravillas no es una alegoría del alma, ni una
parábola cristiana, ni una fábula distópica como las de Huxley y Orwell. El País
de las Maravillas es el lugar donde, más allá de lo demente que sea, nos
encontramos cada día, siguiendo las instrucciones del Rey de Corazones: “Comienza
por el comienzo, y continúa hasta el final: entonces, deténte”.
Alicia está equipada con una sola cosa para sus aventuras: el
lenguaje. Con palabras, Alicia descubre la diferencia entre lo que las cosas
son y lo que parecen ser. Podemos intentar hallar lógica en la locura, pero la
verdad, como dice el Gato, es que no podemos elegir: vayamos donde vayamos,
estamos rodeados de locos. Las palabras revelan a Alicia el único hecho
incontrovertible del mundo: todos estamos locos. Podemos, como Alicia,
ahogarnos nosotros y ahogar a los demás en nuestras propias lágrimas; podemos creer,
como el Dodo, que, corramos por donde corramos y lleguemos cuando lleguemos,
todos podemos exigir un premio; podemos, como el Conejo Blanco, ir siempre con
prisas y dar cuantas órdenes se nos antoje; podemos, como la Oruga, cuestionar
la identidad de nuestros semejantes aun cuando estemos a punto de perder la nuestra.
Creemos, como la Duquesa, que podemos cuestionar el enojoso comportamiento de
los jóvenes, sin preguntarnos a qué es debido; creemos, como el Sombrerero, que
somos los únicos con derecho a un cubierto limpio en una mesa puesta para
muchos. Como la Reina, mandamos cortar la cabeza a los que se ven incapaces de
obedecer órdenes absurdas. El sistema escolar del Galápago y el judicial de la
Corte fracasan en su intento de aportar orden al caos.
Pero pocos de nosotros, ante tanta locura, nos ponemos en pie
como Alicia y nos negamos a cerrar la boca.
Fuentes:
Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carroll. Ed. Pilar Torralba Álvarez. Akal, Madrid, 2005.
Moby Dick; Or the Whale, Herman Melville. Ed. The Project Gutenberg.
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