4 de julio de 2019

La tarde dorada: 4 de julio de 1862




Summer Pleasures on the River (1908), 
de George Sheridan Knowles


En la historia de la literatura existen pocas obras que tengan un origen tan identificado y tan bien documentado como Alicia en el País de las Maravillas. Hay por lo menos tres testimonios diferentes que indican ya no solo la fecha ni el lugar, sino el momento concreto del día y las circunstancias exactas en que las que nació esta obra. Se encuentran pequeñas contradicciones entre ellos, y es posible que los tres incurran en una metedura de pata común, pero aun así es poco habitual tener tantos testigos de la espléndida casualidad que fue la génesis de Alicia.

La historia es de conocimiento general para cualquier que haya leído una buena edición del libro, ya que suele repetirse en todas las introducciones y prefacios: el 4 de julio de 1862, los reverendos Charles Dodgson y Robinson Duckworth fueron a una excursión en barca, desde el puente de Folly en Oxford hasta el pueblo de Godstow, unos cuatro kilómetros río abajo, con tres de las hijas del decano Liddell: Lorina, Alice y Edith. Estas salidas, que incluían una merienda en la orilla antes de regresar, eran bastante frecuentes, como frecuente era que Dodgson las amenizara con cuentos que inventaba sobre la marcha, y en los que los personajes eran las niñas Liddell y familiares, amigos y gente de su entorno en Christ Church. En aquella particular ocasión Dodgson hizo que Alice se cayera por una madriguera persiguiendo a un curioso conejo blanco, y el cuento debió de ser especialmente inspirado, ya que, al día siguiente, Alice rogó al reverendo que lo pusiera por escrito.

Siendo Charles Dodgson conocido por su detallismo y meticulosidad, nos sorprende que aquel día, en su diario, mencionara la excursión sin aludir para nada a la historia que tanto había encandilado a Alice. Cuenta que Duckworth y él remaron hasta Godstow, donde tomaron el té, y regresaron a Christ Church “a las ocho y cuarto”. Las niñas se entretuvieron todavía un poco en las habitaciones de Dodgson, donde admiraron la colección de microfotografías del reverendo, y “fueron devueltas al Decanato poco antes de las nueve”. Solo el 10 de febrero del año siguiente, Dodgson añadiría a esta entrada de su diario que “en aquella ocasión, yo les conté el cuento de hadas de Las aventuras de Alicia bajo tierra”.

Pocas semanas después, el mismo grupo realizó otra excursión en la que Dodgson siguió desarrollando el cuento. Las fuentes difieren en cuándo empezó efectivamente a ponerlo por escrito: algunas dicen que fue la misma noche del 4 de julio (poco probable, en vista de que no lo mencionó en su diario, pero Robinson Duckworth asegura que su amigo se pasó la noche en vela intentando recordar y anotar lo que había improvisado), otras que al día siguiente durante un viaje en tren (Alice Liddell dijo que no comenzó a pedirle que escribiera el cuento hasta el día siguiente de la excursión), y otras que en el mes de noviembre de aquel año.

Mientras Dodgson llevaba a cabo esta tarea con mucho esmero - resultaría en un hermoso libro titulado Las aventuras de Alicia bajo tierra - fue contando la historia y leyendo el borrador a amigos y conocidos, tanto adultos como niños - en particular a los hijos de George McDonald, destacado escritor de cuentos fantásticos - quienes lo animaron a que lo publicara. Después de ampliar el texto original, que era bastante breve, y suprimir la mayoría de alusiones a personajes reales y chistes privados que no se entenderían fuera de su entorno, el cuento improvisado aquella “tarde dorada” devino en Alicia en el País de las Maravillas y se publicó en 1865.

Existen, como decía, por lo menos tres testimonios de lo que ocurrió en aquella tarde mágica: el del propio Charles Dodgson, el del Rev. Duckworth, y el de Alice Liddell, que fue recogido por dos biógrafos diferentes. El autor hablaría del origen de esta obra, como del de La caza del snark, en un artículo titulado “Alicia en la escena”, escrito en 1886 a raíz de la primera adaptación teatral de Alicia en el País de las Maravillas y la publicación en facsímil de Las aventuras de Alicia bajo tierra.

Muchos días remábamos juntos en la tranquila corriente - las tres pequeñas doncellas y yo - y muchos cuentos de hadas fueron improvisados para su beneficio. Había veces en que el narrador estaba “en vena”, e invenciones inimaginadas le llegaban a borbotones, y otras veces la desgastada musa era arrastrada a la acción y avanzaba dócilmente con paso pesado, más porque tenía que decir algo, que porque tuviera algo que decir. Y aun así ninguno de esos muchos cuentos fue puesto por escrito: vivían y morían, como moscas de verano, cada uno en su propia tarde dorada, hasta que llegó un día en que una de mis pequeñas oyentes me pidió que escribiera el cuento para ella. 
Eso sucedió hace muchos años, pero recuerdo claramente, mientras escribo ahora mismo, cómo en un desesperado intento de sacar algún cuento fantástico nuevo, había empezado enviando a mi heroína por la madriguera de un conejo, sin tener la menor idea de qué pasaría después. Y así, para complacer a una niña a la que amaba (no recuerdo ningún otro motivo), puse en un manuscrito e ilustré con mis propios dibujos - dibujos que se rebelaban contra cada ley de la Anatomía o el Arte (porque jamás había tomado lecciones de dibujo) -  el libro que acabo de publicar en facsímil.
Adelántate, pues, desde el sombrío pasado, Alicia, la niña de mis sueños. Muchos años se han deslizado desde aquella “tarde dorada” que te vio nacer, pero aún puedo recordarla como si fuera ayer: arriba el cielo sin nubes, abajo el espejo del agua, el bote vagando perezosamente en su camino, el titileo de las gotas que caían de los remos conforme ondulaban soñolientos adelante y atrás, y (el único brillo resplandeciente de vida en tan somnífera escena), las tres caras ansiosas, hambrientas de noticias del País de las Hadas, y a las que no se les podía responder “nah”: porque esos labios que decían  “¡Cuéntenos una historia, por favor!”, ¡tenían la  severa inmutabilidad del Destino!

“¡Cuéntenos una historia, por favor!” era en efecto una frase que se repetía a menudo en aquellas excursiones. El sobrino y primer biógrafo de Charles Dodgson, Stuart Collingwood, recoge un testimonio de la propia Alice Liddell:

La mayoría de los cuentos nos los contaba el Sr. Dodgson durante nuestras expediciones en barca a Nuneham o a Godstow, cerca de Oxford. Mi hermana mayor, hoy señora Skene, era “Prima”. Yo era “Secunda”, y “Tertia”, mi hermana Edith. Creo que el principio del cuento de Alicia lo contó una tarde en que el sol quemaba tanto que tuvimos que desembarcar en los prados junto al río, abandonando la barca para buscar refugio en el único trocito de sombra que encontramos, al pie de un almiar recién hecho. Aquí surgió de las tres la sempiterna petición de “cuéntenos una historia”, y así empezó el delicioso cuento.  A veces, para pincharnos – y quizá porque también estaba muy cansado – el sr. Dodgson se detenía de repente y decía: “Y eso es todo hasta otro momento”, y las tres exclamábamos: “¡Pero si ya es otro momento!”.

Alicia canta "All in the Golden Afternoon" 
con los pensamientos. ©Disney, 1951.

El mismo recuerdo recoge Caryl Hargreaves, el tercer hijo de Alice Hargreaves, tal como lo relataba su madre:

Casi la totalidad de Las aventuras subterráneas de Alicia nos la contó aquella calurosa tarde de verano, con la ardiente calma estremeciéndose por encima del prado donde había desembarcado el grupo para protegerse un rato en la sombra que formaban los montones de heno cercanos a Godstow. Creo que los cuentos que nos contó aquella tarde fueron mejores de lo normal, porque guardo un recuerdo muy nítido de la excursión; además, al día siguiente empecé a importunarle para que me escribiese el cuento, cosa que nunca había hecho yo antes. Fue mi “venga, venga” y mi pesadez lo que le movió, tras decir que lo pensaría, a hacer la vacilante promesa que lo obligó a escribirlo. A esto alude él en una carta de 1883, en la que se refiere a mí como “una, sin cuyo infantil mecenazgo, seguramente nunca habría escrito nada”. ¡Qué molesta debí de ser! Aun así, me alegro ahora de haberlo sido, y el Sr. Dodgson se alegró también.

No menos valioso, por último es el testimonio del reverendo Robinson Duckworth, que acompañó a Dodgson y a las niñas Liddell en aquella excursión, y que años después la rememoraría para el sobrino de Dodgson:

Yo remaba de popa y él de proa en la famosa excursión a Godstow, durante las vacaciones de verano, con las tres señoritas Liddell como nuestras pasajeras; y de hecho la historia fue compuesta y contada sobre mi hombro en atención a Alice Liddell, que era el “patrón” de nuestra canoa. Recuerdo que me di la vuelta y dije: “Dodgson, ¿es esto una de tus improvisaciones?” Y me contestó: “Sí, me lo estoy inventando sobre la marcha”. También recuerdo perfectamente que, al volver a dejar a las tres niñas en la residencia del decano, Alice dijo al despedirse de nosotros: “Señor Dodgson, quisiera que me escribiese las aventuras de Alice”. Él contestó que lo intentaría; después me contó que había permanecido en vela toda la noche, pasando a un manuscrito lo que recordaba de las extravagancias con que había alegrado la tarde. Le añadió ilustraciones de su propia mano, y le regaló el libro, que solía verse a menudo sobre la mesa que hay en el salón de la residencia del decano.

No es de extrañar que, dado que todos los testimonios fueron recogidos muchos años después de la “tarde dorada” (el de Lewis Carroll fue escrito nada menos que veinticuatro años más tarde), todos acusen el paso del tiempo, por mucho sus autores insistan sin excepción en que recuerdan nítidamente los hechos. Aparte de que Alice Liddell y el rev. Duckworth se contradicen en cuándo la pequeña comenzó a pedir a Dodgson que le escribiera la historia, los tres podrían haber caído en un recuerdo falso y perpetuado por la tradición: el que la “tarde dorada” fue en realidad un día de lluvia, y confundieran la excursión del 4 de julio con cualquier otra de aquel verano. Como señala Martin Gardner en su imprescindible Alicia anotada, el Departamento de Meteorología de Londres hizo en 1950 una comprobación según la cual el 4 de julio de 1862 fue un día frío y lluvioso. Descontento, al parecer, con la iconoclasia que representaba esta revelación, un meteorólogo del aeropuerto de Dublín hizo en 1968 sus propias comprobaciones, y aportó pruebas de que ese día gozó, en efecto, de una tarde soleada y calurosa.

¿Fue posible que se equivocara de fecha el puntilloso y maniático Dodgson? Teniendo en cuenta que en otra entrada de su diario dijo que en plena excursión les sorprendió una tromba de agua y que debieron ir a secarse a la casita de campo de un conocido, y que esa escena sería incluida en Las aventuras de Alicia bajo tierra, aunque descartada de la versión final… nos inclinamos a pensar que hubo en efecto dos tardes, una dorada y otra lluviosa, y que las fechas pudieron confundirse en las mentes de los participantes mientras la leyenda tomaba forma por sí misma. 

Hubo, fuera como fuere, una tarde dorada, quizá no por el sol, sino por el “maravilloso cuento”, improvisado sobre el hombro de Ducksworth, que nació en ella. Dodgson/ Carroll, por lo menos, la consideró lo suficientemente áurea para titular “All in the Golden Afternoon” el poema introductorio de Alicia en el País de las Maravillas, que ofrecemos aquí, para concluir esta entrada, en su no menos maravillosa versión de Jaime de Ojeda: “Surcando la tarde dorada”.

Surcando la tarde dorada,
nos lleva, ociosos, el agua,
pues son bracitos menudos
los que empuñan los remos
pretendiendo en vano con sus manecitas
guiar nuestro curso errante.

¡Ah! ¡Qué crueles las tres!
Sin reparar en el bálsamo de aquel día
ni en el ensueño de aquella hora
¡exigen un cuento de una voz sin aliento
que ni una pluma puede soplar!
Pero, ¿qué podría voz tan débil
contra el porfiar de esas tres?

Prima, imperiosa, fulmina su edicto:
¡que empiece el cuento!
Secunda, con tono más amable, desea
que no sean tonterías.
Mientras que Tertia interrumpe el cuento
no más de una vez por minuto.

Impuesto, al fin, el silencio
la imaginación las lleva
en pos de esa niña soñadora
por un nuevo mundo de raras maravillas
en el que los pájaros y las bestias recobran el habla
¡y casi creen estar allí de veras!

Y cada vez que ese desgraciado intentaba,
agotada ya la fuente de su invención,
aplazar la narración hasta el siguiente día:
El resto será para la próxima vez...
¡Ya es la próxima vez!, a coro las tres.

Así fue surgiendo el País de las Maravillas
poco a poco; y una a una
el cincelado de sus extrañas peripecias...
Y ahora que el relato toca a su fin,
también el timón nos guía de vuelta al hogar;
alegre tripulación, bajo el sol que se pone.

¡Alicia! Recibe este cuento infantil
y deposítalo con mano amable
allí donde descansen los sueños de la niñez
entrelazados en mística guirnalda de la Memoria
como las flores ya marchitas
ofrenda de un peregrino
que las recogiera en una lejana tierra. 

All in the Golden Afternoon (1983), 
de S. Michelle Wiggins.

Fuentes:

CARROLL, Lewis. “Alice on the Stage”, The Theatre, abril de 1887. 

CARROLL, Lewis; GARDNER, Martin (ed.). The Annotated Alice, Penguin, Londres, 2001.

CARPENTER, Humphrey. Secret Gardens: The Golden Age of Children's Literature, Houghton Mifflin, Londres, 1985.

COLLINGWOOD, Stuart Dodgson. The Life and Letters of Lewis Carroll, T. Fisher Unwin, Londres, 1898.

HARGREAVES, Caryl (Capt.). “Alice’s Recollection of Carrollian Days, Told to her Son”, The Cornhill Magazine, nº 73, julio de 1932.

WikiMedia Commons.


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