Summer Pleasures on the River (1908),
de George Sheridan Knowles
En la historia de la literatura
existen pocas obras que tengan un origen tan identificado y tan bien
documentado como Alicia en el País de las Maravillas. Hay por lo
menos tres testimonios diferentes que indican ya no solo la fecha ni el lugar,
sino el momento concreto del día y las circunstancias exactas en que las que
nació esta obra. Se encuentran pequeñas contradicciones entre ellos, y es posible que los tres incurran en una metedura de pata común, pero aun así es poco habitual tener tantos testigos de la espléndida casualidad que fue la génesis de Alicia.
La historia es de conocimiento
general para cualquier que haya leído una buena edición del libro, ya que suele
repetirse en todas las introducciones y prefacios: el 4 de julio de 1862, los
reverendos Charles Dodgson y Robinson Duckworth fueron a una excursión en
barca, desde el puente de Folly en Oxford hasta el pueblo de Godstow, unos
cuatro kilómetros río abajo, con tres de las hijas del decano Liddell: Lorina,
Alice y Edith. Estas salidas, que incluían una merienda en la orilla antes de
regresar, eran bastante frecuentes, como frecuente era que Dodgson las
amenizara con cuentos que inventaba sobre la marcha, y en los que los
personajes eran las niñas Liddell y familiares, amigos y gente de su entorno en
Christ Church. En aquella particular ocasión Dodgson hizo que Alice se cayera
por una madriguera persiguiendo a un curioso conejo blanco, y el cuento debió de
ser especialmente inspirado, ya que, al día siguiente, Alice rogó al reverendo
que lo pusiera por escrito.
Siendo Charles Dodgson conocido por
su detallismo y meticulosidad, nos sorprende que aquel día, en su diario,
mencionara la excursión sin aludir para nada a la historia que tanto había
encandilado a Alice. Cuenta que Duckworth y él remaron hasta Godstow, donde
tomaron el té, y regresaron a Christ Church “a las ocho y cuarto”. Las niñas se
entretuvieron todavía un poco en las habitaciones de Dodgson, donde admiraron
la colección de microfotografías del reverendo, y “fueron devueltas al Decanato
poco antes de las nueve”. Solo el 10 de febrero del año siguiente, Dodgson
añadiría a esta entrada de su diario que “en aquella ocasión, yo les conté el
cuento de hadas de Las aventuras de
Alicia bajo tierra”.
Pocas semanas después, el mismo
grupo realizó otra excursión en la que Dodgson siguió desarrollando el
cuento. Las fuentes difieren en cuándo empezó efectivamente a ponerlo por
escrito: algunas dicen que fue la misma noche del 4 de julio (poco probable, en
vista de que no lo mencionó en su diario, pero Robinson Duckworth asegura que
su amigo se pasó la noche en vela intentando recordar y anotar lo que había
improvisado), otras que al día siguiente durante un viaje en tren (Alice
Liddell dijo que no comenzó a pedirle que escribiera el cuento hasta el día
siguiente de la excursión), y otras que en el mes de noviembre de aquel año.
Mientras Dodgson llevaba a cabo esta
tarea con mucho esmero - resultaría en un hermoso libro titulado Las aventuras de Alicia bajo tierra - fue contando la historia y leyendo
el borrador a amigos y conocidos, tanto adultos como niños - en particular a los
hijos de George McDonald, destacado escritor de cuentos fantásticos - quienes
lo animaron a que lo publicara. Después de ampliar el texto original, que era
bastante breve, y suprimir la mayoría de alusiones a personajes reales y
chistes privados que no se entenderían fuera de su entorno, el cuento
improvisado aquella “tarde dorada” devino en Alicia en el País de las
Maravillas y se publicó en 1865.
Existen, como decía, por lo menos
tres testimonios de lo que ocurrió en aquella tarde mágica: el del propio
Charles Dodgson, el del Rev. Duckworth, y el de Alice Liddell, que fue recogido
por dos biógrafos diferentes. El autor hablaría del origen de esta obra, como
del de La caza del snark, en un
artículo titulado “Alicia en la escena”, escrito en 1886 a raíz de la primera
adaptación teatral de Alicia en el País de las Maravillas y la
publicación en facsímil de Las aventuras de Alicia bajo tierra.
Muchos días remábamos juntos en la
tranquila corriente - las tres pequeñas doncellas y yo - y muchos cuentos de
hadas fueron improvisados para su beneficio. Había veces en que el narrador
estaba “en vena”, e invenciones inimaginadas le llegaban a borbotones, y otras
veces la desgastada musa era arrastrada a la acción y avanzaba dócilmente con
paso pesado, más porque tenía que decir algo, que porque tuviera algo que
decir. Y aun así ninguno de esos muchos cuentos fue puesto por escrito: vivían
y morían, como moscas de verano, cada uno en su propia tarde dorada, hasta que
llegó un día en que una de mis pequeñas oyentes me pidió que escribiera el
cuento para ella.
Eso sucedió hace muchos años, pero
recuerdo claramente, mientras escribo ahora mismo, cómo en un desesperado
intento de sacar algún cuento fantástico nuevo, había empezado enviando a mi
heroína por la madriguera de un conejo, sin tener la menor idea de qué pasaría
después. Y así, para complacer a una niña a la que amaba (no recuerdo ningún
otro motivo), puse en un manuscrito e ilustré con mis propios dibujos -
dibujos que se rebelaban contra cada ley de la Anatomía o el Arte (porque jamás
había tomado lecciones de dibujo) - el libro que acabo de publicar en
facsímil.
Adelántate, pues, desde el sombrío
pasado, Alicia, la niña de mis
sueños. Muchos años se han deslizado desde aquella “tarde dorada” que te vio
nacer, pero aún puedo recordarla como si fuera ayer: arriba el cielo sin
nubes, abajo el espejo del agua, el bote vagando perezosamente en su
camino, el titileo de las gotas que caían de los remos conforme ondulaban
soñolientos adelante y atrás, y (el único brillo resplandeciente de vida en tan
somnífera escena), las tres caras ansiosas, hambrientas de noticias del País de
las Hadas, y a las que no se les podía responder “nah”: porque esos labios que
decían “¡Cuéntenos una historia, por favor!”,
¡tenían la severa inmutabilidad del
Destino!
“¡Cuéntenos una historia, por favor!”
era en efecto una frase que se repetía a menudo en aquellas excursiones. El
sobrino y primer biógrafo de Charles Dodgson, Stuart Collingwood, recoge un
testimonio de la propia Alice Liddell:
La mayoría de los cuentos nos los
contaba el Sr. Dodgson durante nuestras expediciones en barca a Nuneham o a
Godstow, cerca de Oxford. Mi hermana mayor, hoy señora Skene, era “Prima”. Yo
era “Secunda”, y “Tertia”, mi hermana Edith. Creo que el principio del cuento
de Alicia lo contó una tarde en que el
sol quemaba tanto que tuvimos que desembarcar en los prados junto al río,
abandonando la barca para buscar refugio en el único trocito de sombra que
encontramos, al pie de un almiar recién hecho. Aquí surgió de las tres la
sempiterna petición de “cuéntenos una historia”, y así empezó el delicioso
cuento. A veces, para pincharnos – y quizá porque también estaba muy
cansado – el sr. Dodgson se detenía de repente y decía: “Y eso es todo hasta
otro momento”, y las tres exclamábamos: “¡Pero si ya es otro
momento!”.
El mismo recuerdo recoge Caryl Hargreaves, el tercer hijo de Alice Hargreaves, tal como lo relataba su madre:
Casi la totalidad de Las aventuras
subterráneas de Alicia nos la contó aquella calurosa tarde de verano,
con la ardiente calma estremeciéndose por encima del prado donde había
desembarcado el grupo para protegerse un rato en la sombra que formaban los
montones de heno cercanos a Godstow. Creo que los cuentos que nos contó aquella
tarde fueron mejores de lo normal, porque guardo un recuerdo muy nítido de la
excursión; además, al día siguiente empecé a importunarle para que me
escribiese el cuento, cosa que nunca había hecho yo antes. Fue mi “venga, venga”
y mi pesadez lo que le movió, tras decir que lo pensaría, a hacer la vacilante
promesa que lo obligó a escribirlo. A esto alude él en una carta de 1883, en la
que se refiere a mí como “una, sin cuyo infantil mecenazgo, seguramente nunca
habría escrito nada”. ¡Qué molesta debí de ser! Aun así, me alegro ahora de
haberlo sido, y el Sr. Dodgson se alegró también.
No menos valioso, por último es el
testimonio del reverendo Robinson Duckworth, que acompañó a Dodgson y a las
niñas Liddell en aquella excursión, y que años después la rememoraría para el
sobrino de Dodgson:
Yo remaba de popa y él de proa en la
famosa excursión a Godstow, durante las vacaciones de verano, con las tres
señoritas Liddell como nuestras pasajeras; y de hecho la historia fue compuesta
y contada sobre mi hombro en atención a Alice Liddell, que era el “patrón” de
nuestra canoa. Recuerdo que me di la vuelta y dije: “Dodgson, ¿es esto una de
tus improvisaciones?” Y me contestó: “Sí, me lo estoy inventando sobre la
marcha”. También recuerdo perfectamente que, al volver a dejar a las tres
niñas en la residencia del decano, Alice dijo al despedirse de nosotros: “Señor
Dodgson, quisiera que me escribiese las aventuras de Alice”. Él contestó que lo
intentaría; después me contó que había permanecido en vela toda la noche,
pasando a un manuscrito lo que recordaba de las extravagancias con que había
alegrado la tarde. Le añadió ilustraciones de su propia mano, y le regaló el
libro, que solía verse a menudo sobre la mesa que hay en el salón de la
residencia del decano.
No es de extrañar que, dado que todos
los testimonios fueron recogidos muchos años después de la “tarde dorada” (el
de Lewis Carroll fue escrito nada menos que veinticuatro años más tarde), todos
acusen el paso del tiempo, por mucho sus autores insistan sin excepción en que
recuerdan nítidamente los hechos. Aparte de que Alice Liddell y el rev.
Duckworth se contradicen en cuándo la pequeña comenzó a pedir a Dodgson que le
escribiera la historia, los tres podrían haber caído en un recuerdo falso y
perpetuado por la tradición: el que la “tarde dorada” fue en realidad un día de
lluvia, y confundieran la excursión del 4 de julio con cualquier otra de aquel
verano. Como señala Martin Gardner en su imprescindible Alicia anotada, el
Departamento de Meteorología de Londres hizo en 1950 una comprobación según la cual
el 4 de julio de 1862 fue un día frío y lluvioso. Descontento, al parecer, con
la iconoclasia que representaba esta revelación, un meteorólogo del aeropuerto
de Dublín hizo en 1968 sus propias comprobaciones, y aportó pruebas de que ese
día gozó, en efecto, de una tarde soleada y calurosa.
¿Fue posible que se equivocara de
fecha el puntilloso y maniático Dodgson? Teniendo en cuenta que en otra entrada
de su diario dijo que en plena excursión les sorprendió una tromba de agua y
que debieron ir a secarse a la casita de campo de un conocido, y que esa escena
sería incluida en Las aventuras de Alicia
bajo tierra, aunque descartada de la versión final… nos inclinamos a pensar
que hubo en efecto dos tardes, una dorada y otra lluviosa, y que las fechas pudieron confundirse en las mentes de los participantes mientras la leyenda tomaba
forma por sí misma.
Hubo, fuera como fuere, una tarde dorada, quizá no por el
sol, sino por el “maravilloso cuento”, improvisado sobre el hombro de
Ducksworth, que nació en ella. Dodgson/ Carroll, por lo menos, la consideró lo
suficientemente áurea para titular “All in the Golden Afternoon” el poema
introductorio de Alicia en el País de las
Maravillas, que ofrecemos aquí, para concluir esta entrada, en su no menos
maravillosa versión de Jaime de Ojeda: “Surcando la tarde dorada”.
Surcando la tarde dorada,
nos lleva, ociosos, el agua,
pues son bracitos menudos
los que empuñan los remos
pretendiendo en vano con sus manecitas
guiar nuestro curso errante.
¡Ah! ¡Qué crueles las tres!
Sin reparar en el bálsamo de aquel día
ni en el ensueño de aquella hora
¡exigen un cuento de una voz sin aliento
que ni una pluma puede soplar!
Pero, ¿qué podría voz tan débil
contra el porfiar de esas tres?
Prima, imperiosa, fulmina su edicto:
¡que empiece el cuento!
Secunda, con tono más amable, desea
que no sean tonterías.
Mientras que Tertia interrumpe el cuento
no más de una vez por minuto.
Impuesto, al fin, el silencio
la imaginación las lleva
en pos de esa niña soñadora
por un nuevo mundo de raras maravillas
en el que los pájaros y las bestias recobran el habla
¡y casi creen estar allí de veras!
Y cada vez que ese desgraciado intentaba,
agotada ya la fuente de su invención,
aplazar la narración hasta el siguiente día:
El resto será para la próxima vez...
¡Ya es la próxima vez!, a coro las tres.
Así fue surgiendo el País de las Maravillas
poco a poco; y una a una
el cincelado de sus extrañas peripecias...
Y ahora que el relato toca a su fin,
también el timón nos guía de vuelta al hogar;
alegre tripulación, bajo el sol que se pone.
¡Alicia! Recibe este cuento infantil
y deposítalo con mano amable
allí donde descansen los sueños de la niñez
entrelazados en mística guirnalda de la Memoria
como las flores ya marchitas
ofrenda de un peregrino
que las recogiera en una lejana tierra.
All in the Golden Afternoon (1983),
de S. Michelle Wiggins.
Fuentes:
CARROLL, Lewis. “Alice on the Stage”, The Theatre, abril de 1887.
CARROLL, Lewis; GARDNER, Martin (ed.). The Annotated Alice, Penguin, Londres, 2001.
CARPENTER, Humphrey. Secret
Gardens: The Golden Age of Children's Literature, Houghton Mifflin, Londres, 1985.
COLLINGWOOD, Stuart Dodgson. The Life
and Letters of Lewis Carroll, T. Fisher Unwin, Londres, 1898.
HARGREAVES, Caryl (Capt.). “Alice’s
Recollection of Carrollian Days, Told to her Son”, The Cornhill Magazine, nº 73, julio de 1932.
WikiMedia Commons.
No hay comentarios:
Publicar un comentario