Una de las últimas fotografías tomadas a Charles Dodgson.
Autor y fecha desconocidos.
Tal día como hoy, en 1898, Lewis Carroll fallecía en la casa familiar de Guildford, a causa de una infección respiratoria. Su muerte se produjo trece días antes del que habría sido su sexagésimo sexto cumpleaños, y precedió en cuatro días a la del decano Henry George Liddell.
En una época en la que aún no existían los antibióticos, las habitaciones se calentaban con estufas de amianto, y la esperanza media de vida era de unos cincuenta años, no era extraño que escritores y filósofos meditaran sobre su propia mortalidad conforme se acercaban a esa edad, y dejaran dispuestas sus últimas voluntades con cuidadosa antelación. Dos años antes, el reverendo Dodgson había escrito a una de sus hermanas: “Se está volviendo cada vez más difícil, ahora, recordar cuáles de los amigos de uno siguen vivos, y cuáles se han ido… Además, tales noticias son cada vez menos y menos sorprendentes, y más y más se da cuenta uno de que es una experiencia que todos nosotros debemos afrontar”.
Había dejado un muy breve testamento – apenas quince líneas – en que repartía todo su patrimonio entre sus hermanos y hermanas, y solicitaba un funeral muy sencillo, y una lápida pequeña y corriente. Sus deseos fueron respetados, y aún descansa en The Mount Cemetery en Guildford, donde también yacen muchos de sus familiares.
Aunque fueron numerosos y bellos los obituarios, los poemas
conmemorativos y los recuerdos de los amigos que fueron a despedirlo en
Guildford, recordaremos hoy un comentario del propio Carroll en la carta
anteriormente mencionada, que bien podría haber tenido cabida en alguno de sus
poemas absurdos: “A veces pienso qué gran cosa sería poder decirse a uno mismo:
‘Ya me he muerto. ¡Ya no tengo que volver a pasar por ello!’”.
Fuentes:
COHEN, Morton N. Lewis Carroll: A Biography. Random House, Nueva York, 1995.
Wikimedia Commons.
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